jueves, 9 de octubre de 2008

Sobre la Democracia moderna por Alexander Rubilar

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Sorprenderse, extrañarse,
es comenzar a entender.

José Ortega y Gasset,
Filósofo y ensayista español




En cualquier libro o manual de derecho constitucional o educación cívica podríamos encontrar la enseñanza que la democracia es “una organización interna del Estado por la cual el origen y el ejercicio del poder político incumbe al pueblo, organización que permite al pueblo gobernado gobernar a su vez por medio de sus representantes electos”. ¿Se puede aceptar o no esta definición? ¿Es una pertinencia ser tan especifico al definir un termino con tanta precisión, tal fuera una ciencia exacta?


La lección de los clásicos (léase Aristóteles, Marx, Platón, etc) nos propone, en conjunto, una idea de equidad que debe presentarse en una Democracia.
Equidad en el sentido de que los “pobres” no posean de ningún modo más poder que los ricos, no sean únicos soberanos, sino que todos los ciudadanos lo sean en proporción a su número, esto es una condición indispensable para que el Estado garantice fielmente una eficaz igualdad y libertad. Aquí se nos presenta la primera falencia de esta utopía inconclusa llamada democracia, los ciudadanos ricos serán siempre una minoría en razón de una insostenible desproporcionalidad, por mas que revisemos la Historia, nunca los ricos fueron más numerosos que los pobres. Y pese a esto los ricos siempre gobernaron el mundo o sostuvieron hilos de éste, es una prueba que podemos comprobar más que nunca en la actualidad.

¿Avanzamos o retrocedemos? ¿Existe, de verdad la democracia? ¿La vivimos?

El hecho que la democracia puede definirse con una precisión quirúrgica no significa, en rigor, que funcione como realmente debería.
Se nos recuerda que la democracia apareció en Atenas en el siglo V antes de Cristo, y su base suponía la participación de todos los hombres libres en los gobiernos de cada ciudad, por lo tanto era directa. En este punto debemos hacer una profunda reflexión, que a menudo se abandona: los romanos, continuadores de los griegos, no impusieron el sistema democrático, no se consiguió por un obstáculo económico, pues la aristocracia latifundista veía la democracia como un enemigo. No puedo evitar preguntar, entonces, si un paralelo con la actualidad evita cuestionarnos: ¿no son los imperios económicos de la contemporaneidad, también, adversarios radicales de la democracia, aunque parecen mantener siempre una apariencia?






Cuando se agudizaron las tensiones y conflictos producidos por lo que algunos gobernantes bautizaron como “globalización”, nosotros los del mundo común -en especial los del Sur, los del Tercero- empezamos a descubrir que estábamos arriesgando una parte esencial de nuestros derechos, ya que las instancias del poder político se ven dominadas por las instancias del poder económico que plantea sus propios mandatos y los pone en practica.
La política es la una esfera donde se desarrollan las relaciones del dominio, el poder de éste puede recurrir para alcanzar sus propios fines, intereses de diversas instituciones, organizaciones, corporaciones, personas, etc por lo tanto el poder del Estado es el poder de la clase dominante que esta sobre otra. Cabe mencionar que para Aristóteles el Estado representaba la “superioridad moral”. ¿Dónde queda el raciocinio y la lucidez del pueblo para darse cuenta de estas cosas?

Las instancias que guían a nuestros representantes hacen que nos desviemos de una evidencia importante, dentro del mismo mecanismo de elecciones electorales vivimos un conflicto ¿vamos por el voto o por el abandono cívico de nuestro derecho?
<<¿Acaso no es cierto que, en el preciso momento en que la boleta es introducida en la urna, el elector transfiere a otras manos, sin más contrapartida que algunas promesas escuchadas durante la campaña electoral, la parcela del poder político que poseía hasta ese momento en tanto miembro de la comunidad de ciudadanos?>>

Es obsesión de nuestra época no examinar que es nuestra democracia y que como nuevos misioneros de una nueva religión la proclaman, haciéndola obligatoria y universal. Parece una caricatura de democracia y que los mismos romanos no habrían vacilado en imponer. Aquel tipo de democracia rebajada las ideas y leyes financieras. Es que esta convicción puede emerger, quizás, de las lecturas e inclinación ideológicas en que me baso, pero no es más que una historia muy conocida que se trata de ocultar.

Las elites son como un actor único, no creen en la democracia. Las corporaciones, el gobierno, ciertos medios y hasta las instituciones ideológicas como las universidades forman parte de esta eslogan de “no democracia”. Existe una elite relativamente pequeña de gerentes económicos, lideres políticos, ideólogos, que comparten cierta cantidad de intereses y privilegios, es decir, que esta gente ve al mundo más o menos de la misma manera y nadie, ninguno de ellos cree de verdad en la democracia, para ellos es un gran peligro y nos lo dicen. Entonces, deberíamos aclarar que, supuestamente, nuestra América Latina no debería ser una democracia, tendría que ser lo que los expertos denominan “oligarquía”, un sistema donde la elite tomas las decisiones y la población las acepta. ¿Cuál es el rol del pueblo? Pues nada mas que aparecer de vez en cuando para elegir a uno de estos líderes de la elite que represente a la gente responsable y después desaparecer para dedicar su tiempo a cuestiones personales y esto es una pelea constante por que el pueblo no acepta su realidad y por lo tanto no hay razón alguna para decirle al pueblo la verdad solo hay que mantenerlos bajo control.
El control del pueblo proviene de una industria muy poderosa, que la constituye la publicidad, la televisión. Su labor es convertir al mundo en robots, el trabajador es puesto en su puesto de trabajo como un robot, esto es algo que la elite logro captar rápidamente y se dieron cuenta también que así como se controla en el trabajo, se puede controlar fuera de él, por eso existe un sistema de propaganda masiva que intenta influir en la gente desde la infancia, para que sus únicos valores sean el consumo personal, en algún punto este esfuerzo ha sido totalmente exitoso.
Todo comienza con las privatizaciones, cuyo motivo no es como se piensa económico, su objetivo es socavar la democracia, si uno toma las cuestiones políticas, sociales u otras de la arena publica y las entregamos a manos de unos tiranos la democracia se convierte en formal, la gente ya no toma decisiones, eso últimamente se da en los “servicios”, todo aquello por lo que el hombre puede interesarse de sobremanera como el agua, la educación, la salud, las pensiones, cualquier cosa que al fin y al cabo tenga que ver con nuestra propia vida.

Tenemos una tradición popular por la democracia, es cierto, pero con una elite más fuerte día a día, ninguna de las personas que conforman la mano del poder puede interesarse en la democracia, no la quieren, se oponen a ella. Esto se da desde hace mucho tiempo, más o menos desde el siglo XVII, a la elite siempre le aterrorizó la democracia. La gente la puede querer pero la elite no, esto incluye también a una parte de los intelectuales arribistas, que forman parte también de lo que llamamos anteriormente oligarquía pues los hombres “responsables” son quienes deben tomar las decisiones y la población es netamente espectadora, no participante.
Alexander Hamilton llama a la población “la gran bestia que tiene que ser domada y controlada”.
La experiencia confirma que una democracia política que no descansa sobre una base democrática cultural y económica no sirve de mucho, más bien nada si lo vemos dentro de un campo existencialista. La idea de una democracia económica fue reemplazada por un mercado neoliberal triunfante y obsceno para la población y la idea de una democracia cultural fue reemplazada por la masificación industrial de las culturas del “llame ya”. Creemos que avanzamos, pero en realidad retrocedemos dos pasos al cabo que damos uno. A mi parecer hablar de democracia en un tiempo más va a ser absurdo puesto que hacemos el empeño en identificarla con instituciones llámese partido político, gobierno, etc. Ya que una democracia que no se autocrítica se condena a su destrucción o parálisis.

No soy pesimista, pero es la realidad. Tampoco imaginen que pueda ser el inventor de una receta mágica para hacer que los pueblos sean felices sin tener gobierno como también me niego a admitir que solo podemos desear ser gobernados y no se pueda gobernar.



Creo en una democracia que inunde con una nueva luz, y no un nil sub sole novi, a todos y que debe comenzar mano a mano, partiendo por el lugar en que nacimos, la sociedad en que vivimos, la calle donde esta nuestro domicilio.
Yo defiendo la idea de un mundo verdaderamente democrático que se logre, finalmente, dos mil quinientos años o más después de Sócrates, Platón y Aristóteles. Esa historia de una sociedad armoniosa, sin distinciones de amos o esclavos, pues soy joven…aún creo en la perfección.

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domingo, 31 de agosto de 2008

La teoría del fin de la Historia: el desprecio como destino por Eduardo Galeano

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¿Fin de la historia? Para nosotros, no es ninguna novedad. Hace ya cinco siglos, Europa decretó que eran delitos la memoria y la dignidad en América. Los nuevos dueños de estas tierras prohibieron recordar la historia, y prohibieron hacerla. Desde entonces, sólo podemos aceptarla. Pieles negras, pelucas blancas, coronas de luces, mantos de seda y pedrería: en el carnaval de Río de Janeiro, los muertos de hambre sueñan juntos y son reyes por un rato. Durante cuatro días, el pueblo más musical del mundo vive su delirio colectivo. Y el miércoles de cenizas, al mediodía, se acabó la fiesta. La policía se lleva preso a quien siga disfrazado. Los pobres se despluman, se despintan, se arrancan las máscaras visibles, máscaras que desenmascaran, máscaras de la libertad fugaz, y se colocan las otras máscaras, invisibles, negadoras de la cara: las máscaras de la rutina, la obediencia y la miseria. Hasta que llegue el próximo carnaval, las reinas vuelven a lavar platos y los príncipes a barrer las calles.

Ellos venden diarios que no saben leer, cosen ropas que no pueden vestir, lustran autos que nunca serán suyos y levantan edificios que jamás habitarán. Con sus brazos baratos, ellos brindan productos baratos al mercado mundial.

Ellos hicieron Brasilia, y de Brasilia fueron expulsados.

Cada día ellos hacen el Brasil, y el Brasil es su tierra de exilio.

Ellos no pueden hacer la historia. Están condenados a padecerla.

Fin de la historia. El tiempo se jubila, el mundo deja de girar. Mañana es otro nombre de hoy. La mesa está servida, y la civilización occidental no niega a nadie el derecho de mendigar las sobras.

Ronald Reagan despierta y dice: "La guerra fría acabó. Hemos ganado". Y Francis Fukuyama, un funcionario del Departamento de Estado, gana súbitamente éxito y fama descubriendo que el fin de la guerra fría es el fin de la historia. El capitalismo, que dice llamarse democracia liberal, es el puerto de lleegada de todos los viajes, "la forma final de gobierno humano".

Horas de gloria. Ya no existe la lucha de clases y al Este ya no hay enemigos, sino aliados. El mercado libre y la sociedad de consumo conquistan el consenso universal, que había sido demorado por el desvío histórico del espejismo comunista. Como quería la Revolución Francesa, ahora somos todos libres, iguales y fraternales. Y todos propietarios. Reino de la codicia, paraíso terrenal.

Como Dios, el capitalismo tiene la mejor opinión sobre sí mismo, y no hay duda de su propia eternidad.

Bienvenida sea la caída del muro de Berlín, dice un diplomático peruano, Carlos Alzamora, en un artículo reciente; pero dice que el otro muro, el que separa al mundo pobre del mundo opulento, está más alto que nunca. Un apartheid universal: los brotes de racismo, intolerancia y discriminación, cada vez más frecuentes en Europa, castigan a los intrusos que saltan ese alto muro para meterse en la ciudadela de la prosperidad.

Y a la vista está. El muro de Berlín ha uerto de buena muerte, pero no alcanzó a cumplir treinta años de vida, mientras que el otro muro celebrará muy pronto sus cinco siglos de edad. El intercambio desigual, la extorsión financiera, la sangría de capitales, el monopolio de la tecnología y de la información y la alienación cultural son los ladrillos que día a día se agregan, a medida que crece el drenaje de riqueza y soberanía desde el Sur hacia el Norte del mundo.

Con el dinero ocurre al revés que con las personas: cuanto más libre, peor. El neoliberalismo económico, que el Norte impone al Sur como fin de la historia, como sistema único y último, consagra la opresión bajo la bandera de la libertad. En el mercado libre es natural la victoria del fuerte y legitima la aniquilación del débil. Así se eleva el racismo a la categoría de doctrina económica. El Norte confirma la justicia divina: Dios recompensa a los pueblos elegidos y castiga a las razas inferiores, biológicamente condenadas a la pereza, la violencia y la ineficacia. En un día de trabajo, un obrero del Norte gana más que un obrero del Sur en medio mes.

Salarios de hambre, costos bajos, precios de ruina en el mercado mundial.

El azúcar es uno de esod productos latinoamericanos condenados a la inestabilidad y la caída. Durante muchos años, hubo una excepción: la Unión Soviética ha pagado, y paga todavía, un precio equilibrado por el azúcar de Cuba. Ahora, en plena euforia, el capitalismo triunfante se frota las manos. Hay bastantes indicios de que ese pacto comercial no va a durar mucho tiempo más. Y a nadie se le ocurre pensar que esa excepción ejemplar pudiera anunciar la posible creación de un nuevo orden internacional más justo, una alternativa al sistemático saqueo que los técnicos llaman "deterioro de los términos de intercambio". No: si los soviéticos pagan todavía buen precio por el azúcar cubano, eso no hace más que probar las diabólicas intenciones que han guiado los malos pasos de Moscú, que se metía donde no debía cuando usaba cuernos, tridente y rabo.

El orden vigente es el único orden posible: el comercio ladrón es el fin de la historia.

Preocupado por el colesterol, olvidado del hambre, el Norte practica, sin embargo, la caridad. La Madre Teresa de Calcuta es más eficiente que Carlos Marx. La ayuda del Norte al Sur es muy inferior a las limosnas solemnemente comprometidas ante las Naciones Unidas, pero sirve para que el Norte coloque la chatarra de guerra, mercancías sobrantes y proyectos de desarrollo que subdesarrollan al Sur y multiplican la hemorragia para curar la anemia.

Mientras tanto, en los últimos cinco años, el Sur ha donado al Norte una suma infinitamente mayor, equivalente a dos planes Marshall en valores constantes, por concepto de intereses, ganancias, royalties y diversos tributos coloniales. Y mientras tanto, los bancos acreedores del Norte destripan a los Estados deudores del Sur, y se quedan con nuestras empresas públicas a cambio de nada.

Menos mal que el imperialismo no existe. Ya nadie lo menciona: por lo tanto, no existe. También esa historia se acabó.

Pero, si los imperios y sus colonias yacen en las vitrinas del museo de antigüedades, ¿por qué los países dominantes siguen armados hasta los dientes? ¿Por el peligro soviético? Esa coartada ya no se la creen ni los soviéticos. Si la cortina de hierro se ha derretido y los malos de ayer son los buenos de hoy, ¿por qué los poderosos siguen fabricando y vendiendo armas y miedo?

El presupuesto de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos es mayor que la suma de todos los presupuestos de educación infantil en el llamado Tercer Mundo. ¿Despilfarro de recursos? ¿O recursos para defender el despilfarro? La organización desigual del mundo, que simula ser eterna, ¿podría sostenerse un sólo día más si se desarmaran los países y las clases sociales que se han comprado el planeta?

Este sistema enfermo de consumismo y arrogancia, vorazmente lanzado al arrasamiento de tierras, mares, aires y cielos, monta guardia al pie del alto muro del poder. Duerme con un solo ojo, y no le faltan motivos.

El fin de la historia es su mensaje de muerte. El sistema que sacraliza el caníbal orden internacional, nos dice: "Yo soy todo. Después de mí, nada".

Desde la pantalla de una computadora, se decide la buena o mala suerte de millones de seres humanos. En la era de las superempresas y la supertecnología, unos son mercaderes y otros somos mercancías. La magia del mercado fija el valor de las cosas y de la gente.

Los productos latinoamericanos valen cada vez menos. Nosotros, los latinoamericanos, también.

El Papa de Roma ha condenado enérgicamente el fugaz bloqueo, o amenaza de bloqueo, contra Lituania, pero el Santo Padre nunca dijo ni pío sobre el bloqueo contra Cuba, que ya lleva treinta años, ni sobre el bloqueo contra Nicaragua, que duró diez. Normal. Y normal es, ya que tan poco valemos los latinoamericanos vivos, que nuestros muertos se coticen cien veces menos que las víctimas del hoy desintegrado Imperio del Mal. Noam Chomsky y Edward Herman se han tomado el trabajo de medir el espacio que merecemos en los principales medios norteamericanos de comunicación. Jerzy Popieluszko, sacerdote asesinado por el terror de Estado en Polonia, en 1984, ha ocupado más espacio que la suma de cien sacerdotes asesinados por el terror de Estado en América Latina en estos últimos años.

Nos han impuesto el desprecio como costumbre. Y ahora nos venden el desprecio como destino.
El Sur aprende geografía en mapamundis que lo reducen a la mitad de su tamaño real. Los mapamundis del futuro, ¿lo borrarán del todo?

Hasta ahora, América Latina era la tierra del futuro.

Cobarde consuelo; pero algo era.

Ahora nos dicen que el futuro es el presente.
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